Traducción: José Ramón Ruisánchez Serra
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El 19 de septiembre del 2017 se cumplían treinta y dos años del mayor terremoto que había sufrido la Ciudad de México en su historia. El terremoto de 1985 destruyó 4,000 edificios y costó casi 13,000 vidas. Cerca de 100,000 personas perdieron sus casas. Desde entonces (con la excepción de este año, debido al COVID 19) México realiza un simulacro nacional en conmemoración del aniversario.
A las once de la mañana, sonó la alerta sísmica. Alumnos, oficinistas y amas de casa salieron de sus edificios de la manera más rápida y ordenada posible. En pocos minutos las calles estaban llenas de gente. Después del simulacro, todos volvimos a nuestras ocupaciones. Parecía un aniversario más, sin nada de extraordinario. Sin embargo, a la 1:14 de la tarde, volvió a sonar la alerta sísmica. Tembló durante casi un minuto. Yo estaba en el sexto piso de un edificio que se movía tan fuerte que no pude llegar a las escaleras. El ruido de las cosas al caer y a vidrios rompiéndose era muy intenso. Cuando el sismo terminó, todos seguíamos temblando. A los pocos minutos, empezaron a circular mensajes de WhatsApp con imágenes de la zona central de la ciudad llena de “humo”. Después sabríamos que en realidad era el polvo de los edificios que se habían colapsado. Me llegó la foto de un edificio que se había caído a dos cuadras de mi casa. Todos tratábamos de ponernos en contacto con nuestros seres queridos, de volver a casa, de recoger a los niños de la escuela, de entender la magnitud de los daños.
Mi barrio, La Condesa, fue uno de los más afectados. Esa tarde caminé entre montañas de escombro. Varios edificios de ocho y a diez pisos de altura se habían derrumbado y muchos más tenían daños severos. No teníamos señal de celular, ni electricidad, ni internet, y el olor a gas muy intenso. Las calles y los parques estaban llenos de gente que había abandonado los edificios afectados. Todas las miradas expresaban incredulidad ante los daños (Imagen 1).
Los habitantes de la Ciudad de México tenemos un conocimiento intergeneracional sobre los “desastres naturales” y la reacción civil ante ellos. Crecí oyendo a mis padres, tíos y otra gente mayor contar cómo se habían organizado después del terremoto del 85. Frente a la pasividad y desorganización del gobierno, la sociedad civil tomó el liderazgo. La gente, como impulsada por este conocimiento inconsciente, se aseguraban de que todos estuvieran bien, indagaba sobre el estado de los departamentos y preguntaban por las familias de sus vecinos. Largas cadenas humanas se formaron espontáneamente en los edificios caídos: los vecinos se pasaban escombros de mano en mano, tratando de rescatar a los sobrevivientes de entre las ruinas. Sabemos que nos podría haber pasado a nosotros. Sabemos también que la respuesta del gobierno será mucho más lenta que esta acción espontánea y colectiva. No hay tiempo que perder, no hay tiempo de esperar instrucciones, en esos momentos nadie duda de la capacidad ciudadana de auto organización.
Los hechos y las acciones de las siguientes horas, semanas y meses cambiaron para siempre mi entendimiento de las capacidades de los habitantes de la Ciudad de México. Pocas horas después del terremoto, los vecinos estaban en la calle, armados con las herramientas que tenían en sus casas (martillos, cubetas, pinzas), llevando agua, galletas, barras de granola o fruta para los que trabajaban en el rescate. En pocas horas los parques se habían convertido en centros de acopio, donde la gente cumplía con diferentes funciones: desde organizar las donaciones, dirigir el tráfico o remover cascajo hasta contribuir con algo, lo que fuera, lo que tuvieran. Antes del atardecer llegaron el Ejército y la Marina para unirse a los voluntarios. A las cinco de la tarde, se declaró el estado de emergencia. Otras instancias oficiales ––como las autoridades locales, Protección Civil, y la policía–– siguieron ausentes hasta el día siguiente, mientras los esfuerzos de organización civil continuaron a lo largo de la noche (Imagen 2).
La tecnología facilitó un nivel de sofisticación en la coordinación de las respuestas sin precedente en la ciudad. Se formaron grupos de WhatsApp que permitían que los centros de acopio se comunicaran entre ellos y con las zonas de desastre. Niños y adultos, estudiantes hípster, albañiles, taxistas, ingenieros y médicos se volcaron con sus saberes y capacidades para ayudar. Sin importar el color de piel, el género, la clase social o á edad, por una vez la ciudadanía de una de las urbes socioeconómicamente más estratificadas del mundo trabajaba con una meta común: ayudar a quienes lo necesitaban (Imagen 3).
Toda la ayuda se ofreció y se recibió basada en la confianza. No se pedía ningún tipo de comprobante. Yo fui una de las coordinadoras del principal centro de acopio distribuyendo herramientas, equipo de rescate y maquinaria pesada como grúas y plantas eléctricas que prestaron las empresas desarrolladoras y constructoras, quienes habitualmente son “los malos del cuento”. En este caso, no escatimaron esfuerzos para ayudar. También formamos brigadas de rescatistas voluntarios, a quienes les dábamos equipo de seguridad y transporte a las zonas de desastre. Para las entregas, nos servimos de ciudadanos que entregaban usando sus coches, motos o bicicletas.
Tanto comercios como vecinos abrieron sus puertas. Los restaurantes ofrecían comida gratis, los hoteles permitían que la gente pasara la noche sin cobrar, los hospitales ––tanto los públicos como los privados y los militares–– prestaban ayuda gratuita, la señal de celular y de internet se abrió sin restricciones, doctores, enfermeras, fisioterapeutas, veterinarios, psicólogos, ingenieros estructurales y arquitectos ofrecieron sus servicios profesionales. En un solo día la sociedad civil estableció más de mil centros de acopio y casi cien clínicas. La gente ofrecía cuanto pensaba que pudiera ser de ayuda. En las calles aparecieron letreros: “Toca el timbre hay pan y café”, “Si apoyas, aquí hay comida para ti”, “Carga tu teléfono celular”, “Agua de sandía, chilaquiles, WC y electricidad. Gratis”, “Gotas para los ojos, limpiamos tus lentes”, “Baño”, “Lávate los dientes, tenemos cepillos y pasta” (Imagen 4, 5, 6).
Esta organización espontánea produjo resultados dispares, los grupos de WhatsApp y otras redes sociales permitieron que llegara la ayuda a muchos lugares. Sin embargo, algunas localidades remotas permanecían olvidadas mientras que, en otras, aparecían 200 voluntarios cuando solo se requerían diez. No obstante, gracias a esta excepcional solidaridad, se salvaron muchas vidas. En los medios de comunicación abundaban historias de dolor pero también de alegría. Yo convivía con la sensación de profunda pérdida mezclada con enorme esperanza. Había vivido algo extraordinario: miles de desconocidos uniendo esfuerzos para ayudar a otros desconocidos. Durante algunas semanas la Ciudad de México fue otra. En las calles, la gente se miraba a los ojos, con confianza, con complicidad, con la certeza y orgullo de lo que habíamos logrado como sociedad. En general no somos ni muy solidarios ni muy organizados, pero frente a la tragedia fue posible crear un frente común.
Aproximadamente dos semanas después de la crisis, surgieron nuevas formas de ayudar. Los parques y las calles, donde los vecinos habían pasado de la incredulidad y el pasmo a formar eficientes cadenas humanas, ahora devenían en lugares de duelo, memoria y sanación. Se organizaron conciertos callejeros, instalaciones de arte, sesiones de meditación y de yoga, abrazos grupales, terapias de risa. En espacios públicos, se donaban flores y tarjetas para que la gente pudiera formar altares ayudando a niños y adultos a procesar el dolor y darse consuelo mutuamente (Imagen 7, 8, 9).
Pero los escombros también se convirtieron en símbolo del estado ruinoso de los gobiernos locales y federal; de la perdida total de fe en las instituciones del Estado. Los ciudadanos ya no esperan nada bueno de sus autoridades. El nivel de desconfianza es tal que la gente escribía mensajes en lo que donaba, no sólo para transmitir esperanzas a los necesitados, sino para evitar el lucro político (Imagen 10).
Diferentes entidades revelaron la corrupción: por ejemplo, se detenía a los camiones con donaciones para etiquetarlas con los logos de diferentes partidos políticos. Tres décadas después de 1985 sigue sin existir un protocolo de emergencia y se mostró la total ausencia de liderazgo oficial, ni siquiera con fines de lucro político apareció un líder. Una vez más la sociedad civil tuvo que cumplir un papel que le corresponde al Estado.
Hasta el día de hoy, las iniciativas de reconstrucción son un laberinto donde se trenzan la corrupción y la incompetencia con las componendas políticas sin ningún asomo de un plan a largo plazo que pueda prevenir futuros desastres. Muchos de los edificios que se derrumbaron no cumplían con el reglamento de construcción. La corrupción, la falta de vigilancia a la implementación de reglamentos, y los bajísimos estándares de construcción fueron algunos factores causantes del desastre. No fue, nunca es, un desastre natural, sino un desastre causado por el hombre. Sin embargo, hasta el momento no se han señalado responsables. Han pasado tres años y, en muchos casos, las estructuras dañadas siguen sin demolerse, aumentando el riesgo tanto para los edificios vecinos como para quienes transitan frente a ellos a diario. Miles de personas siguen sin casa, extraviados en una maraña burocrática. Ni un tercio de las viviendas han sido reestructuradas o reconstruidas. Se acumulan leyes y decretos, pero las acciones para aumentar la seguridad sísmica de la ciudad resultan a todas luces insuficientes.
Aunque los lotes vacíos y los edificios desocupados actúan como recordatorios constantes, el drama de los damnificados se ha ido desdibujando en la memoria colectiva. Más allá del momento heroico, el esfuerzo permanente de contar con una ciudad más segura es crucial. La pregunta entonces es cómo transformar la solidaridad incondicional que siguió al terremoto en acción política, en un compromiso colectivo duradero que lleve a una sociedad distinta y a una ciudad mejor para todos[1]. Poco a poco han limpiado los escombros, pero la ruina del Estado permanece (Imagen 11, 12, 13, 14).
Nota
[1] No todas las iniciativas se disolvieron. Algunas de las organizaciones formadas espontáneamente evolucionaron hasta convertirse en ONG formalmente constituidas y continúan ofreciendo diferentes tipos de apoyo, como asesoramiento legal a las víctimas del terremoto hasta el día de hoy.